¿Cuándo me volví invisible?
Ya no sé en qué fecha estamos. En casa no hay calendarios y en mi memoria los hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, bonitos, ilustrados, con imágenes de los santos que colgaban en la cocina. Ya no hay nada de eso.
Todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta.
Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció.
Después me pasaron a otra más pequeña aun acompañada de mis bisnietas. Ahora ocupo el desván, el que está en el patio de atrás.
Prometieron cambiarle el vidrio roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.
La otra tarde caí en cuenta que mi voz también ha desaparecido.
Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos no me contestan.
Todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos, escuchando atenta lo que dicen. A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno, y de qué les va a servir de mucho mis consejos. Pero no me oyen, no me miran, no me responden.
Entonces llena de tristeza me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar mi taza de café. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón... Pero nadie viene.
El otro día les dije que cuando me muera entonces sí me iban a extrañar. Mi nieto más pequeño dijo "¿Estás vivo abuelo?". Les cayó tan en gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio.
Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, me paro en medio de la sala para ver si aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor, de uno a otro lado, sin tropezar conmigo.
Cuando mi yerno se enfermó, pensé tener la oportunidad de serle útil, le lleve un te especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesita y me senté a esperar que se lo tomara, sólo que estaba viendo televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando... y mi corazón con él.
Un día se alborotaron los niños, y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos de día de campo. Me puse muy contenta. ¡Hacía tanto tiempo que no salía y menos al campo!
El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos nos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tomé mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las bolsas y juguetes al carro.
Yo ya estaba lista y muy alegre, me paré en el zaguán a esperarlos. Cuando arrancaron y el auto desapareció envuelto en bullicio, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el auto. O porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí claramente cómo mi corazón se encogía, la barbilla me temblaba como cuando uno se aguanta las ganas de llorar.
Yo los entiendo, ellos sí hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo, ya no sé a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos, era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos, como ramitas nuevas que habían salido de este viejo tronco en que me he convertido. Sentí su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar.
Pero un día mi nieta Laura, que acababa de tener un bebé, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños, por cuestiones de salud. Desde entonces ya no me acerqué más a ellos, no fuera que les pasara algo malo por mis imprudencias. ¡Tengo tanto miedo de contagiarlos!
Yo les bendigo a todos y les perdono, porque ¿Qué culpa tienen ellos de que yo me haya vuelto tan inservible?
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Ésto pasa muchas veces en nuestro medio.
¿Cuántas veces ignoro lo que dice mi padre anciano o mi abuelo?
"¡¡Ya está viejo, que sabe, éstos son otros tiempos"
RECUERDA que ellos también fueron bebés, niños, jóvenes, adultos llenos de vida, ilusiones, fuerza...
RECUERDA que sus manos, antes fuertes, te dieron el apoyo que hoy tu les niegas... que su voz firme habló por ti cuando tú no sabías decir lo que necesitabas... que sus palabras te dieron muchas veces el consuelo que hoy tú les niegas... que pusieron toda la atención a las primeras palabras que dijiste, palabras casi incomprensibles... y hoy no les escuchas porque dicen "puras tonterías".
Los ancianos que te rodean, en la familia, trabajo o en cualquier otro lugar fueron lo que tú has sido, lo que eres... Y LO QUE SERÁS.
¿Por qué no recordar que la vida suele ser como un espejo... devolviéndote lo que le das?
Amar, cuidar y RESPETAR a los ancianos... no hacerlos sentir invisibles, es un acto de justicia.
Han caminado mucho para llegar a donde están, han sufrido, han llorado, han perdido, han "hecho camino al andar"... no pisoteemos sus veredas, mejor aprendamos de ellas.
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